De por qué el Dakar enamoró desde Túnez... (©SOLO MOTO)

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wxat
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De por qué el Dakar enamoró desde Túnez... (©SOLO MOTO)

Mensaje por wxat »

... y hoy no enamora tanto.

El "Habib" está navegando en medio de una tempestad terrible. Levanto la vista y a mi alrededor no veo más que rostros demacrados; brazos, piernas y clavículas enyesadas. Todos lo están pasando muy mal por su deteriorado estado físico y el incómodo movimiento del barco. El aspecto es casi dantesco; los más afortunados tan sólo tenemos magulladuras y hematomas, los menos han tenido que ser evacuados por la excelente organización, en camillas. Hay incluso uno de los participantes que ha desaparecido. Puede que esté perdido en el desierto o que su cuerpo esté insensible en el fondo de uno de los mil precipicios que bordeamos. Desde mi mesa, la panorámica que contemplo tiene más el aspecto de una sala de urgencias de un hospital que el de un bar de primera clase. Todos regresábamos del Rallye de Túnez, todos regresábamos de un auténtico infierno. A pocos metros de donde estoy escribiendo estas líneas veo a los dos pilotos de un Range Rover, con quienes cené en el viaje de ida. Estaban llenos de ilusión, de ganas de hacer un buen rallye. Ahora, la ilusión no se ve en sus caras: el Range Rover ha quedado siniestro total, abandonado en el desierto, y uno de ellos se ha traido como "souvenir" una fractura de las vértebras cervicales y un brazo roto. Más allá, con la mano en la cara intentando dormir, veo al piloto de la única Bultaco. Se trata de un "cascadeur" de motos, que en el salto de un cambio de rasante, a 120 km/h, se dió cuenta de que debajo suyo la carretera había desaparecido y en su lugar estaba un mar de gigantescas piedras. Cuando le pregunté por su estado y el de la moto me dijo: "La moto, kapout; el piloto, kapout". Un piloto francés de una Yamaha XT llega al bar, pide una Coca-Cola, pero no tiene tiempo de tomàrsela, pues la nariz empieza a manar sangre como un río, y con un pañuelo en la cara y la ayuda de un amigo va en busca del médico. Había pinchado la rueda delantera por una pista de piedras sueltas, a 140 km/h, y había arrastrado la cara por el suelo. Ciento cincuenta metros desfigurándosela y rompiéndose la mandíbula inferior. Ejemplos como éstos los estoy observando a cada momento. Y mientras los observo pienso que, en el fondo, a pesar de mi rodilla y mi tobillo hinchados, de la cadera y de la columna doloridas, he tenido suerte, mucha suerte, de haber podido regresar de este infierno con tan sólo este balance.

Ciento treinta motos, en su noventa por ciento japonesas, y setenta vehículos de todo terreno, auténticos monstruos de cuatro ruedas motrices en su mayoría, embarcaron en Marselloa tumbo a la capital de Túnez. Fue un viaje de veinticuatro horas lleno de cordialidad, alegría, donde empezamos a conocernos los unos a los otros. Los temas de conversación siempre eran los mismos: las motos, el desierto, la aventura. Todos más o menos sabíamos dónde nos dirigíamos, aunque pocos, tan solo los más expertos "zorros" del desierto, sabían la realidad que nos esperaba. Pocas horas antes de desembarcar, la organización convoca una reunión "obligatoria" en la sala de fiestas del barco para comunicarnos algunos detalles que "bajo ningún concepto deben olvidar, porque en éllo va su integridad física". Entre muchas advertencias, se nos indica que jamás, bajo ningún pretexto, debemos olvidar el agua, la brújula, así como las bengalas de auxilio. También se nos comunica que cruzaremos poblados donde jamás han visto un coche, una moto y menos hombres vestidos con cascos y hombreras, por lo que sus reacciones son imprevisibles, "por éllo es mejor que no os detengáis ni para preguntar la ruta".

Con estas consideraciones empezamos a forjarnos una idea más real de lo que nos iba a esperar muy pronto. El enlace entre Túnez y Nabeul, de 70 kilómetros, es neutralizado, pero las ganas de abrir el gas las llevamos todos dentro, cosa que para algunos resulta doloroso al producirse una caída en grupo. Tanto Jorge, como Emilio, como yo mismo estábamos a la expectativa. Sabíamos que íbamos a correr una carrera por el desierto, pero a partir de ahí todas nuestras fuentes de información se limitaban a unas fotografías sacadas de las revistas francesas sobre las anteriores ediciones del París-Dakar. Por no saber, no tenía ni idea del tipo de indumentaria que debía utilizar, por lo que, además de un "barbour", unos pantalones, unas botas, un casco integral de cross y un peto con hombreras, ponía en mi bolsa de viaje el mono de cuero, con las botas de velocidad y el casco integral. Nadie en España me había podido aconsejar, nadie en este país había corrido en una prueba de este tipo y nosotro íbamos de auténticos neófitos. Por miedo a dejarnos algo que nos pudiera hacer falta, cargamos con muchas cosas que luego se revelaron inútiles.

En lo que a indumentaria se refiere, la experiencia me demostró que el "barbour" y el equipo de cross era lo más adecuado. Primero, porque llevaba unos bolsillos que siempre llevé repletos de bujías, de hojas de ruta, de trapos, de la documentación, de algún dinero y de mucha arena. Las botas de cross y el peto con hombreras me protegían de las caídas, de las piedras lanzadas por otros participantes, por los automóviles y por las de los niños cuando cruzábamos las poblaciones.

La noche anterior a la carrera, Jorge ya se pone manos a la obra y cambia la cadena de origen por una Regina GP, añadimos más aceite al cambio, acortamos el desarrollo dos dientes (montamos el de serie) y precintó varios puntos críticos. También preparamos la mezcla para el día siguiente con el aceite Bel-Ray que Control 94, como distribuidor para Catalunya, nos había cedido gentilmente.

Esta noche dormí mal. Estaba nervioso y me acosté pronto. Éllo aumentó mi nerviosismo al no poder conciliar el sueño. Era la última noche antes de enfrentarme con algo desconocido totalmente para mi. No había sonado todavía el teléfono del hotel a las cinco de la mañana cuando yo estaba preparado. A las seis estaba sentado dobre la moto. Todavía no había amanecido y, unido al grupo formado por Fenouil (BMW 800), Jean-Luc Colin (BMW 800) y varios pilotos de SWM y Yamaha, nos iríamos por la carretera general a la primera etapa cronometrada, que estaba a 52 kilómetros de distancia.

Durante ese trayecto me di cuenta que el ritmo impuesto por las BMW iba a ser fuerte: 130-140 km/h. La Ossa campaneaba demasiado y pensé hacer que Jorge aumentase la carburación 10 puntos antes de tomar la salida de la cronometrada de 20 kilómetros (la más corta de cuantas tendríamos). Sin embargo, tuve que variar mis planes, pues llevaba el número 10 y se salía por orden de dorsal. lo cual no dió tiempo a Jorge a cambiar la carburación. A las siete de la mañana, la mano del director de carrera me indicaba con los dedos de su mano "tres... dos... uno... ¡ya!". La carrera, la aventura, había empezado para mi. Me encontraba fuerte y la moto era ligera con poca gasolina, sin equipaje de ningún género y con una moral que pensé estaba a prueba de cualquier desventura (luego me dí cuenta que hasta la moral más fuerte está sujeta al estado físico). Me notaba rápido y seguro, aunque reconozco que rodaba por encima de mis conocimientos sobre tierra. Un par de salidas por la montaña no me asustaron y cuando había llegado a la mitad del tramo alcancé a Colin, probador de Moto Revue, que estaba ensayando en esta carrera la BMW 800 de TT y que había salido treinta segundos antes que yo. Lo paso y me pierdo. Él sigue por el buen camino. Regreso hacia atrás, encuentro el camino correcto y vuelvo a cazarlo, aunque prefiero quedarme tras él para no perderme. Cruzamos un poblado primitivo donde sus habitantes estaban escondidos en las chozas y nos miraban aterrorizados por las ventanas. Finalmente llegamos al control de final de etapa; allí nos preguntan qué ha sucedido con los demás pilotos que han salido delante nuestro. Colin y yo nos miramos con rostros de interrogación: "No hemos visto a nadie". En este mismo instante vemos que entran en el control, pero en sentido contrario, los tres pilotos de SWM Francia, con los números 2, 3 y 4 y el holandés que llevaba el número 1. Todos fueron penalizados con casi dos horas. Estoy contento porque el tiempo realizado era bueno, y mientras Jorge me cambia la carburación por una 10 puntos más gorda me aseguran que Fenouil, el hombre que hacía dos meses había realizado el trazado del Rallye, ¡se había perdido también!, lo que da una idea de la dificultad para orientarse. Hablé un instante con el piloto de SWM, Guarand, quien me dijo: "Los pilotos de todoterreno estamnos todos desconcertados. No existe ni una indicación, ni una flecha; tan sólo el libro de ruta que, como datos te dice: 'a un lado verás un poste del tendido eléctrico y al otro un cactus', así es imposible correr". Son las ocho de la mañana cuando me dirijo hacia la segunda etapa cronometrada, de 250 kilómetros. La etapa de enlace tenía 215 kilómetros y debíamos realizarlos a un promedio de 80 km/h, cosa que en principio parecía fácil hasta que llegué a las puertas de Kairouan, donde estaba la Reina de Inglaterra de visita. La Policía nos hizo retroceder para enlazar con una pista que rodeaba la ciudad, obligándonos a realizar 40 kilómetros más de los previstos. Vi que iba a penalizar y aumenté el ritmo: 120-130 km/h y unas nubes de polvo inmensas que serían la constante de cada día. De repente, el pistón se gripa, aprieto el embrague pero es tarde. La inercia me lleva lejos y poco antes de detenerse decido probar a ver si el motor arranca de nuevo, pero con un nudo en la garganta me doy cuenta de que el pistón sigue gripado. Paro y noto cómo la sangre me sube a la cabeza. Bajo la mano hacia el kick starter e intento moverlo; nada, el pistón sigue gripado. Doy un puñetazo sobre el asiento (porque sobre el depósito era muy duro) y me siento en el suelo a esperar que el coche de asistencia, con Jorge y Emilio, lleguen hasta mi. Tardan en hacerlo diez minutos y Jorge hace un trabajo de relojería en cuarenta minutos, desmontando casi toda la moto para poder camiar el pistón. Por mi parte cargo todas las bolsas para afrontar la especial de 250 kilómetros, así como el depósito suplementario trasero de cinco litros de gasolina. Emilio, entrentanto, llena el delantero. Ha dejado sus máquinas de fotografiar dentro del coche y empieza a ensuciarse las manos de grasa y aceite por primera, pero no por última vez. Sabía que nos hacía falta y nunca hubo en su boca una sola objeción, sino palabras de aliento. Luego cambiaría ruedas, apretaría tuercas y, de tanto en tanto cogería su máquina de plasmar fotografías para reflejar esta aventura para vosotros.

Llego a la salida de la segunda especial; 250 km de montañas rocosas y el desierto me esperaban. En el control de llegada del tramo de enlace me dicen: "Es una lástima que hayas penalizado 46 minutos porque después de la primera especial ibas quinto de la general y primero de 250cc". Éso fue lo peor que me podían decir. Con la penalización estaba sobre el 90 más o menos y unas ganas locas de recuperar este tiempo en la etapa que se me presentaba. Gran error el mío. Salí con la misma mentalidad que en una carrera en cuesta, con la mentalidad del "sprinter", con la mentalidad de comérmelo todo y me equivoqué porque, desde luego, no es lo mismo una carrera de 10 km con una moto ligera que una de 250 km con 25 Kg de peso en el portaequipajes y 23 litros de gasolina en el depósito. Cuando apenas llevaba 60 km, un banco de arena, afrontado a 110 km/h, me descontroló la moto; pies por la arena, parece que ya es mía, pero no, el manillar termina cruzándose y la moto se clava materialmente de delante, saltando ambos por el aire hasta terminar nuestro vuelo sobre un montón de rocas. Estoy estirado boca arriba con las gafas en la boca, con todo el rostro lleno de arena, y mientras un negruzco y enorme escarabajo se pasea por mi cara. Hago un chequeo mental de mi cuerpo: "La rodilla me duele muchísimo, pero no creo que esté rota; la cadera otro tanto y la columna creo que la he golpeado contra el portaequipajes". Estoy inmovilizado, mis músculos no reaccionan, cuando de repente veo un guante de cuero polvoriento que me quita el escarabajo de la cara y me recoge del suelo, acomodándome en una piedra. Es un piloto suizo al que había adelantado poco antes. Le pido que cierre los grifos de gasolina y me traiga la moto juto a mi antes de marcharse. Se despide deseándome suerte y diciéndome: "Procura reparar pronto y llegar al final de etapa antes de que caiga la noche porque atravesar los 60 km de desierto con la luz de la moto es muy peligroso". Sentado en la piedra con la pierna estirada empiezo a reparar los desperfectos; coloco los tubos de gasolina en su lugar, el puño de gas, enderezo el manillar y el portaequipajes. Recojo los pertrechos. que están repartidos en varios metros a la redonde, y con no pocos esfuerzos, después de cambiar mil veces de bujía, consigo poner la moto en marcha. Iba muy despacio camino de las montañas. Notaba palpitar la rodilla, dándome la sensación de que iba a reventarse la piel. También siento resbalar la sangre por la tibia, pero no me olvido de las palabras del piloto que me recogió: "Procura llegar al final de etapa antes de que anochezca porque el desierto, de noche, es muy peligroso". Y decido no pararme ni para beber. Cuando empiezo a subir por la montaña me caigo dos veces más, pues la pierna izquierda la tengo muy mal y en cada ocasión en que la apoyo no tengo fuerza, dándome con la cabeza en las piedras. El camino empieza a estrecharse y a ser mucho más rocoso. En un recodo veo en el suelo gruesas rocas del tamaño de una bola de "Bowling", con cristales rotos, trozos de guardabarros y una cantimplora abollada. Levanto la vista y, a unos seis o siete metros, veo a 10 ó 15 personas con las manos cargadas de piedras dispuestas a lapidarme. Instintivamente, no se me ocurre otra cosa que saludarlos con una mano. Sorprendidos ante mi gesto veo que se miran entre ellos y yo aprovecho la ocasión para pasar de vueltas la moto y largarme, mirando más hacia atrás que hacia delante. Los pierdo de vista y remonto la montaña, alejándome todo lo posible del punto donde estaban aquellos "amigos mios". Cuando estuve en la cima, la parte trasera del chasis cedió (se habia roto en la primera caída) y terminó rozando en la rueda. Me detuve e intenté enderezarlo cuidadosamente. De repente vi escalando por la montaña a mis "amigos" de las piedras. Lo que había tardado casi diez minutos en intentar reparar con delicadeza lo arranqué de una patada en un segundo. También tiré el depósito trasero de combustible (sin haberlo utilizado tan siquiera. ¡Con lo que les había costado hacer a los hombres de Ossa!) y algunas otras cosas que no eran de primera necesidad. Creo que desde verlos hasta poner la moto en marcha (ni me acordaba del dolor de la rodilla) pasaron dos segundos. Luego pensé que tal vez quisieran ayudarme, pero no era cuestión de esperar para averiguarlo.

Estaba descendiendo las montañas camino ya del desierto, mientras meto la mano en el bolsillo del barbour en busca de la hoja de ruta, simplemente con el propósito de confirmar que todavía seguía en su lugar. Sin detenerme, la mano va palpando todos los rincones del bolsillo sin notar el roce del papel plastificado que buscaba. La alarma suena en mi cerebro. ¡La he perdido! Y éllo, según el reglamento, es la exclusión. ¡Oh, no! No lo dudo dos veces y regreso hasta donde me había caído, 48 km de ida y 48 de regreso sin la hoja, pues no la encontré.

El Sol se escondió tras el horizonte del desierto; el espectáculo era inigualable, pero en aquellos momentos para mi no era tan bello. Antes de entrar en el desierto, un tronco escondido entre las palmeras de un túnel natural formado por palmeras me desmontaría de la moto cuando intentaba pasar un banco de arena. Ya no notaba el dolor ni nada, tan solo la impotencia del agotamiento, mientras estirado en la arena tras el impacto miraba a las estrellas. Pensaba lo tonto que fui en no hacer caso a Jaime Alguersuari y Emilio cuando me dijeron que debía ir a acabar y nada más. Pensé en abandonar; pero, ¿qué representaba abandonar en el desierto? Pensé en abandonarme a mi mismo y quedarme dormido encima de aquella cómoda arena que habia dulcificado este último impacto, pero la gasolina cayendo del depósito me hizo coger fuerzas y arrastrarme hasta la moto para recomponerla una vez más.

Entré en el desierto de noche. Debía realizar 60 km en absoluta línea recta, cosa que estaba seguro no iba a conseguir con tan solo la escasa luz de mi trotada Ossa. Iba en tercera marcha y el motor bastante revolucionado para tener un haz de luz "decente" sin tener que ir más rápido, pues los bancos de arena, en mi estado físico, me aterrorizaban. Una caída más estaba seguro de no superarla. La noche en el desierto, con pocas esperanzas de llegar a tu destino, es horrible, os lo aseguro. Con el ruido de fondo del escape roto por las caídas, iba pensando en lo que debía hacer para pasar esa noche: "Lo primero será detenerme cuando llegue a la reserva. Con la reserva puedo hacer unos 40 km y además este carburante me puede servir para encender fuedo o calentarme las manos y el cuerpo junto al motor. También debo alejar de mi la cantimplora del agua, pues las ratas y serpientes también pasan sed en este desolado lugar. Las bengalas no las utilizaré más que en momentos de extrema necesidad". Y me preguntaba por qué estaba metido en ese lío y si realmente tendría las fuerzas suficientes para salir de el. Y pensaba que en vez de estar casi roto, encima de esta moto perdido absolutamente a miles de kilómetros de mi ciudad, podría estar viendo "Grandes relatos" después de haber comido una buena cena caliente. Y pensé otras muchas cosas de mi vida, cosas recientes y cosas lejanas, alegrías y tristezas; en definitiva, en todo aquéllo que en esos instantes estaba tan lejos de mi. Pasan las horas y ya había perdido toda esperanza de llegar cuando, tras una colina, veo que una luz me hace señales. Acelero: cuarta, quinta, 100, 110, 120 km/h, ya no me importan los bancos de arena, ni las caídas; solo quiero llegar al control. Emilio y Jorge vienen corriendo hacia mí, gritando. Al encontrarnos nos fundimos en un abrazo. Noto como sus brazos me aprietan tan fuerte que me hacen daño en las heridas, pero no me importa, la alegría me hacía superarlo todo. Veo a Emilio con los ojos húmedos y él los mios rojos e hinchados por el polvo al no haber podido utilizar las gafas de noche. En el control también están contentos de que haya llegado y me dicen que, aunque haya perdido la hoja de ruta, como al día siguiente me darán otra, podré continuar... si consigo levantarme de la cama.

Luego supe que Jorge quería coger un todo terreno del Ejército para venirme a buscar. Emilio se temía lo peor, sobre todo después de que dos pilotos en un Lada se perdieron 48 horas y los encontraron a más de 1000 km de donde se suponía debían estar.

Emilio me obligaría a cenar en el hotel y tomarme todo el abecedario en vitaminas y glucosa, pues yo solo quería dormir; dormir era mi obsesión. En tanto Jorge, sin un solo "pero", trabajó casi toda la noche para que el trozo de chatarra que le había dejado volviera a ser una moto. La Ossa se había mostrado como un tanque. Había estado quince horas ininterrumpidas sobre la moto y la ducha antes de acostarme me derrumbó definitivamente. En la cama no podía olvidarme de la alegría del abrazo, aquel abrazo de mis mejores amigos, aquel abrazo que me inyectó unas fuerzas y una moral que había ido perdiendo poco a poco en cada una de las caídas, un abrazo que me empujó al dia siguiente a estar en la salida de la etapa. Sin ese abrazo os aseguro que no hubiera podido seguir.

Las seis horas que dormí esa noche me parecieron un segundo. Cuando desperté, instintivamente imaginé que estaba en mi casa de Barcelona y que era hora de ir a la redacción, pero me equivocaba, pues ni aquel techo de color azul era el de mi habitación, ni el barbudo de mi lado (Emilio) era mi mujer, ni yo estaba en Barcelona. Inmediatamente recordé con angustia los acontecimientos del día anterior y me di cuenta de que todavía me quedaban cuatro más. ¡Glub! El corazón se me encogió de repente. Jorge y Emilio tuvieron que ayudarme para poderme vestir y asear, pues en frío cualquier gesto era una tortura. La rodilla, aunque no podía doblarla, parecía que había tomado un mejor color, pues había pasado del rojo al azul, igual que la cadera. El "barbour" Kiwi de grasa, estrenado apenas veinticuatro horas antes, tenía un aspecto repelente, dando la impresión de que sobre él había bailado la danza de la lluvia toda una tribu de nómadas, con camellos incluidos. Intenté sacudirlo en la habitación para sacarle parte de las toneladas de polvo que llevaba, pero fui amenazado con el destierro por parte de Jorge y Emilio si lo hacía.

Momentos antes de salir del hotel Continental, de Tozeur, se nos comunicó que la primera cronometrada de 180 kilómetros por desierto de arena había sido anulada. ¡Yupiii! Era la primera buena noticia que me daban desde que llegué a Túnez. Después de la primera caída por culpa de la arena, donde había roto el chasis el día anterior, ese tipo de terreno se me había convertido en un auténtico calvario.

Cuando vi la moto esa mañana quedé sorprendido. Estrechando la mano de Jorge no pude por menos que felicitarle y agradecerle el trabajo. Apenas hacía ocho horas que le había entregado un amasijo de hierros y tubos retorcidos, con piezas rotas por todos los lugares. Él, a pesar de los 600 kilómetros que llevaba sobre sus espaldas con el R-5, estuvo trabajando hasta lograr reconstruir la moto, habiendo podido dormir apenas tres horas. Había fijado el silencioso; cambió el neumático Pentacross de la rueda de recambio por un Sandcross, especial para arena, que Pirelli nos había cedido; reparó el puño de gas; suprimió el chasis roto, el portaequipajes y fijó con gomas el asiento.

En la clasificación general Montagne iba primero con una XT 500, en tanto que Fenouil estaba séptimo con una BMW y el colega de Moto Revue, Jean Luc Colin, 13º, con la BMW 800 TT. ¡Y pensar que en la primera etapa le había arrancado treinta segundos! Ahora yo estaba más atrás del 90, por haber caído en la trampa de pensar que podía ganar. Colin también cayó en esa trampa el segundo dia, pues sufrió una caída a 140 km/h en la que destruía practicamente la moto teniéndola que reconstruir casi toda "para no quedarme en el desierto" y poder llegar al final de etapa.

En una etapa de enlace relativamente sencilla de no haber sido por el fuerte viento, nos adentramos 250 kilómetros en el desierto hasta un oasis bautizado con el nombre de Douz, donde sus habitantes estaban sorprendidos de ver que existían Mobylettes "gigantes", con enormes depósitos.

El panorama desde la salida de la cronometrada era pavoroso. Desde allí sólo se veía unas pocas dunas y una tempestad de arena que ya había obligado a suspender la primera cronometrada del día por temor a que nos perdiéramos.

Apenas hablábamos entre nosotros, y cuando nos cruzábamos en espera del turno para salir, el único gesto era una forzada sonrisa. Los más expertos "zorros del desierto" se mostraban nerviosos, pues orientarse en esas condiciones era poco menos que imposible. La organización, perfecta en todo momento, dada la complejidad de un rallye de esta magnitud y haciéndose cargo de la peligrosidad de esta cronometrada de 200 kilómetros, decidió dejarnos salir por parejas. Empezaron a salir pilotos, y a medida que iban llamando, nos dimos cuenta de las muchas bajas que se habían producido pues los huecos eran muchos. Los ocho pilotos que debían salir delante mío no aparecen y veo con alarma que las huellas de los anteriores empiezan a borrarse. Me presenté en la salida, pero el que debía ser mi compañero abandona alegando que "salir con esta tempestad es una locura". Yo también lo pienso, pero no había venido a Túnez para abandonar a la primera tempestad. El director de carrera me propone esperar a otro piloto; sin embargo, dado que las huellas de los otros se estaban borrando por momento y eran mi única pista, tomé la decisión de adentrarme en el desierto yo solo.

Una vez más las manos del cronometrador me indican 5... 4... 3... 2... 1... ¡ya! Arranco pausadamente y en apenas unos metros me giro y ya no veo nada, sólo un enorme telón marrón que me envuelve y golpea como si miles de hormigas rabiosas estuvieran mordiéndome. Ahora solo tenía soledad, angustia y le pedía a Dios suerte, mucha suerte e intuición. La pista se hacía muy difícil de seguir, pero voy avanzando cautelosamente repitiéndome mil veces "no te caigas, Juan, no te caigas, no te caigas", porque cada caída significaba una gran pérdida de energías y porque no tenía a Emilio a mi lado para poner la moto en marcha como había hecho antes de tomar la salida, pues mi pierna izquierda estaba muy mal y en la derecha tengo un problema de tendones que me hace muy difícil realizar esta maniobra. Algunos kilómetros sorteando dunas y pequeños bancos de arena, hasta que de repente me veo metido en uno enorme. Sin intentar abusar del motor, pretendo pasar ese inmenso mar de arena, pero de repente, en medio de la tormenta, me encuentro a dos pilotos con las motos medio enterradas que ocupan toda mi trayectoria. Intento esquivarlos, pero termino chocando con uno de ellos. Eran una Yamaha 125 y una Honda 250 cuatro tiempos, que con su peso, poca potencia y neumáticos de cross se estaban hundiendo materialmente. Por mi parte, intento olvidarme de mi rodilla y le doy una patada con todas mis fuerzas a la palanca de puesta en marcha. El motor respira un poco ahogado, pero con el gas abierto al máximo y la gasolina cerrada, consigo que se limpie. Les deseo suerte y siendo egoísta decidí que para salir de aquel arenal la única posibilidad factible era a base de tracción, por lo que no tuve compasión con el motor y pasándome de vueltas en primera y segunda, logré arrancar la moto de esa trampa. Era la moto o yo. Cuando las ruedas empezaron a pisar arena más dura tomé la decisión de no quedarme nunca más en un banco de arena, pues de lo contrario, acabaría exhausto y con el embrague pulverizado. A partir de ese instante y con la "clase" práctica del día anterior fui afrontando la arena de todas las maneras posibles, hasta que aprendí que debía entrar en 5ª a fondo, y cuando el motor cayese de vueltas, meter 4ª y 3ª si la profundidad era mucha, olvidándome de que todo motor tiene un régimen máximo aconsejable. La Ossa aguantó como un auténtico camello.

La tormenta fue amainando y el desierto de arena y dunas se convirtío a poco en un desierto rojizo de rocas. Levantado sobre los estribos, la pista, aunque deslizante por la gan cantidad de piedras sueltas, permitía ir a 110-120, contando siempre que la suerte estuviera a mi lado y que los bancos de arena que aún aparecían de tanto en tanto no escondieran ni grietas profundas ni rocas que te desmontasen brutalmente. A este ritmo y sentado sobre la bolsa que llevaba cogida encima del asiento al no contar con el portaequipajes, o bien simplemente levantado sobre los estribos, voy atravesando uno de los tramos más calurosos que habíamos encontrado. Las gafas de sol se hacían imprescindibles, pues el resplandor del sol era muy fuerte, notando a faltar la visera larga que perdí en una de las primeras caídas del día anterior. En estas pistas y en las rizadas, los músculos trabajan a pleno rendimiento, y vi a varios pilotos exhaustos que debìan detenerse para descansar. Por fortuna, iba aguantando bien e incluso había llegado a olvidarme del dolor de la rodilla y la cadera.

A pesar de las notas, no tenemos ni una señal, ni una sola indicación, por lo que me equivoco de pista y sin saberlo, me voy internando en el Sahara seguido por un francés que está convencido de que voy por buen camino, ¡pobre de él! Los kilómetros van acumulándose en el parcializador de la Ossa y yo empiezo a sentirme intranquilo al hacer mucho tiempo que no veo ni cantimploras, ni bidones de gasolina abandonados, ni trozos de guardabarros o cristales rotos de las caídas de quienes en teoría deben ir delante nuestro. Seguimos, cuando a lo lejos vemos una nube de polvo que va aumentando de tamaño rapidamente. Decidimos detenernos y preguntarles a los que suponemos nómadas si han visto más motos. Pero no eran nómadas, era un grupo de 14 pilotos que también se había equivocado y que se pararon donde estábamos nosotros. Sacamos nuestras notas y mientras un suizo asegura que tenemos que ir hacia el Norte, un francés aconseja que la dirección a seguir es el Suroeste y un holandés para terminar de arreglarlo, señala hacia el Sur. La cuestión es que estamos perdidos y que hasta donde alcanza nuestra vista no existe ni un alma en cientos de kilómetros a la redonda. Unánimemente seguimos las normas de supervivencia que nos habían explicado en el barco, decidiendo regresar por nuestras propias huellas, esperando que el aire no las haya borrado. Hubo quien propuso detenernos y cargar todos los bidones de gasolina de reserva que llevábamos sobre dos o tres motos para que ellos fueran en busca de ayuda, pero no nos pusimos de acuerdo sobre quiénes iban a quedarse esperando en medio del desierto y quiénes iban a irse. Así pues, todos nos dirigimos hacia el Norte, de donde habíamos partido. En esos instantes empecé a sentir la necesidad de beber, pero había tenido que sacrificar el lugar de mi cantimplora por los cinco litros de gasolina que llevaba de reserva. Vi que la mayoría de ellos llevaban cantimploras, sin duda llenas, pero no me atreví a pedirles, porque esos días aprendí que en el desierto, ni el agua ni la gasolina se pueden pedir, porque tenían demasiado valor. Vamos regresando, pero las huellas cada vez se hacen más débiles. El poco aire las estaba borrando y el ritmo cada vez es más lento, mirándonos los unos a los otros como preguntándonos ¿qué pasará? Por fortuna, un faro, el cuentakilómetros y todos los relojes de una BMW TT (después averigué que era la de Colin), arrancados en la que debió ser una caída brutal, nos indican que hemos encontrado la pista correcta y cada cual impone su propio ritmo, distanciándonos los unos de los otros. Un suizo se une a mi con su Yamaha XT 500. Vamos haciendo camino por una serie de cambios de rasante que a 110 km/h nos hacían volar muchos metros en intervalos de 200 ó 300 metros. Él iba delante y entre el calor y las largas horas de monotonía nos relajamos cuando nunca debimos hacerlo. Ibamos a coronar uno de los cambios de rasante, cuando de repente veo al suizo que desesperadamente bloquea las ruedas intentando por todos los medios detener su pesada moto. Por mi parte, sin saber el motivo, hago lo propio pensando: "si ese tío está tan apurado, debe haber algo importante al otro lado". Con las ruedas resbalando por encima de las piedras coronamos la colina y de repente aparece una grieta de unos cuatro metros de ancha por dos de profunda, y que atraviesa toda la pista. El piloto de la XT no puede saltarla, pues el otro lado está más elevado, y golpeando contra la pared de enfrente cae al fondo. Yo llego con el pie y la mano derecha frenando desesperadamente, mientras con el pie izquierdo intento ayudar a parar mi Ossa, cosa que consigo apenas a 50 cm. de la grieta. Suelto un suspiro que remueve todo el polvo del interior de mi casco y me aproximo al borde para comprobar como está el suizo. Me mira y me dice que le ayude. La moto está muy maltratada y él no deja de temblar a pesar del terrible calor. "Me he llevado el mayor susto de mi vida", me comentó. "Por suerte sólo tenía dos metros de profundo, pero en el París-Dakar he visto grietas de hasta seis y siete metros de profundidad". Lo dejo junto a una piedra protegíendolo en lo posible del sol y cuando veo que está más calmado me despido de él asegurándole que en el primer control notificaré dónde se encuentra. Él se había dado un buen susto, pero el mío no había sido menor. Poco a poco fuí aprendiendo que jamás, jamás, debes confiarte en lo más mínmo porque todo estaba lleno de trampas muy peligrosas y que la rectitud de las pistas son el peor enemigo para un piloto.

Los 110-120 km/h de antes los había convertido en 80-90 para tomar todas las precauciones posibles y no dejaba de pensar que había tenido mucha suerte, pues de no haber sido por él, el que estaría dentro hubiera sido yo. También me pregunté cómo habían podido salir de esa grieta los otros que cayeron, pues había evidentes huellas de que más de uno había sido "tragado" por esa "boca" traicionera.

Apenas había recorrido 30 kilómetros, cuando veo que un piloto me hace señales desde lo lejos. Me detengo y le veo empapado en sudor. Los labios completamente agrietados de secos y sin apenas darme tiempo a preguntarle nada, dice: "Dame agua, por favor. Me he bebido en tres horas los dos litros que llevaba y necesito más". Le mostré que tan sólo llevaba gasolina y que yo también tenía sed, aunque evidentemente no tan desesperadamente como él. Le dije que detrás mio venían dos pilotos no muy lejos y que probablemente llevasen ellos. Este piloto había pinchado y a pesar de ofrecerme para ayudarle, estaba tan necesitado de líquido que estaba decidido a abandonar. "Jamás lo había pasado tan mal -estaba a punto de llorar- y no voy a seguir. No quiero saber nada de las motos, ni de África". Aconsejándole que se pusiera por lo menos una camiseta por el cuerpo para protegerse del sol, me apunté dónde estaba para avisar al control de llegada y me marché, pensando que ésto no era una carrera, era una pesadilla.

El haber visto a ese muchacho tan desesperado por conseguir agua, multiplicó mi sed y empecé a arrepentirme de no haber puesto el agua en vez de la gasolina (gasolina que luego no me hizo falta por la buena autonomía de la Ossa: 320 km con 23 litros). Quedaban ya pocos kilómetros para terminar la etapa, unos 60 más o menos, cuando llegué a un pequeño poblado. Antes de llegar a Túnez me había hecho el propósito de no beber jamás agua que no estuviera embotellada, pero llegó un instante en que al pasar por ese poblado no pude más y a uno de los horrorizados habitantes le pedí que me dejase beber de su pellejo. Contento de que yo lo hubiera escogido a él en vez de a cualquiera de sus amigos se mostró amabilísimo, demasiado incluso, pues intentó quitarme el casco sin deabrocharlo y casi me desnuca. Me vi chupando una piel en la que habían bebido probablemente la mitad de ese poblado, y tragando un agua que Dios sabe de dónde la habían sacado. Pero ¡qué buena estaba! Acosado por decenas de niños que no hacían más que tocarme intentando arrancar la publicidad del barbour y los adhesivos de la moto, tuve que salir por "piernas" de allí. Esa gente pasaba del temor de verte por primera vez a echarse encima cuando les dabas la más mínima confianza.

Camino ya del final de etapa, pensé mucho en Emilio y Jorge, que metidos en mi R-5 debían estar esperándome, rogando porque el coche no se hubiera estropeado, pues llevaba casi 70.000km sobre sus pistones. Pero no les había sucedido nada y cuando vi la pancarta que indicaba el final de etapa y allí estaban ellos saltando de alegría, porque habíamos terminado un día más de este infierno y estábamos más cerca de conseguir lo que veinticuatro horas antes nos parecía ya una quimera inalcanzable: acabar. Las primeras palabras de Emilio cuando se aproximó a mi fueron: "Juan, ésto ya es nuestro. Lo peor ya ha pasado". Pero yo no estaba convencido, todavía quedaban dos días y aunque habíamos aprendido en dos días lo que no se enseña en una vida, el temor a una caída, a perderme, es algo que ninguno de los que corríamos pudimos abandonar hasta que terminó el Rally. Aprendí que las trampas naturales estaban esperando en cualquier lugar.

El tercer día sería un día corto, pues aunque teníamos ante nosotros casi 500 kilómetros, tan sólo había dos cronometradas de 36 y 90 kilómetros por terreno rocoso.

La primera cronometrada tenía 10 km de carrera en cuesta sobre pavimento y el resto sobre tierra. En el "road book" se nos indicaba que la carretera estaría cerrada al tráfico, pero poco antes de la salida el director dice: "Dado que hemos tenido problemas con la policía para cerrar este tramo, la carrera en cuesta cronometrada será abierta al tráfico". Nos miramos y haciendo girar el dedo índice sobre las sienes nos dijimos mutuamente que estábamos locos. Os aseguro que era muy emocionante, porque detrás de cada curva encontabas sorpresas, un autocar que subía a 15 km/h cargado de negruzcos tunecinos, gallinas, colchones, etc..., una caravana de camellos que olían horriblemente, un burro atravesado en la calzada obstinado en no salirse a pesar de los garrotazos de su amo, y un sinfín de obstáculos "naturales" de todo tipo. En esta etapa, Verley con una Yamaha XT 500 monocilíndrica de cuatro tiempos ya se instalaba líder, lugar que no abandonó hasta el final. También en esta etapa Fenouuil debía abandonar el rally víctima de una impresionante caída con su BMW, así como jacques Krouto que pilotaba una Bultaco Frontera 250 y se encontró de repente volando a 120 km/h por encima de un mar de duras rocas (detrás del cambio de rasante había una curva de primera que él no vió) que acabaron con él, con la moto y con sus pretensiones de seguir en el rally.

En la siguiente cronometrada sufrí una salida de pista cuando iba sumergido en un mar de polvo intentando adelantar a un piloto suizo. Estaba casi alcanzándolo, guiándome unicamente por la estela de polvo que dejaba, cuando de repente me vi rodando por entre cactus y rocas cayendo sin más consecuencias que el motor ahogado. Mientras estaba cambiando la bujía, se me encogió el corazón cuando dos manos negras aparecen delante mío. Levanté la vista y ante mí había dos pastores tunecinos que mantenían las manos estiradas. Pensé que deseaban darme la mano y no me equivoqué. Con una sonrisa que alargó sus labios varios centímertos y que luego se convirtió en risas carcajeantes, me sacudieron la mano como si fuera una alfombra. Contentísimos, en un mal francés empezaron a preguntarme un montón de cosas, incluido por qué llevaba en la cabeza ese "turbante tan duro". Les expliqué que no era un turbante para protegerse del sol, sino un casco para cuidarme el "coco" de las caídas. Como la moto seguía sin arrancar, aquellos pobres pastores debieron arrepentirse de haberme saludado, pues empujaron durante muchos metros hasta que por el escape empezó a salir humo.

En esta segunda cronometrada, me detuve en una curva donde había evidentes huellas de que alguien se había caído. Cuando paré el motor, escuché unos gritos: "¡Help, help, help...!" Bajé por el terraplén y vi a un holandés retorcido en el suelo, con la clavícula rota. Me agaché sin tocarlo y vi su rostro demacrado por el dolor, lleno de tierra, con los surcos del sudor que resbalaban sin cesar. "Estoy así desde que me he caído hace más de dos horas. No puedo moverme. Ayúdame, por favor". No se había podido quitar ni el casco. Decidí subirlo hasta la pista y acomodarlo, pero yo llevaba sobre mi cuerpo más de 300 kilómetros y aquel tipo era un "mamut". Le dije que no podría cargarlo sobre mis espaldas y me dijo que lo arrastrase aunque le hiciera daño. "He sufrido tanto, que un poco más no me importa". Le arrastré hasta arriba, le quité el casco, le limpié la cara, le dí agua, le acomodé y le puse su moto de forma que le protegiera en lo posible del sol. Prometiéndole que avisaría al primer control, me marché. Aquella noche soñé con el rostro de este piloto. Lo debió pasar muy mal.

El último día teníamos preparado un fin de fiesta apoteósico. En total recorreríamos algo más de 600 kilómetros, con una primera etapa de casi 300 y otra de 50, todas de desierto (para variar) excepto los primeros kilómetros que eran de montaña. Mientras aprovechaba unos minutos de tiempo que tenía antes de salir a la primera especial, un matrimonio italiano que estaba de turismo por Túnez, atraídos por el gran número de motos y coches me preguntó si estábamos de gira turística; "Hombre... exactamente de gira turística, no", y le expliqué de qué se trataba y que en apenas cinco minutos iba a tomar la salida para una cronometrada por el desierto de 300 kilómetros. "¡Pero eso no es posible, es de locos! La policía no nos ha dejado internarnos a nosotros en las dunas". Con unas caras de sorpresa, pues no acababan de entender que hiciéramos ésto por voluntad propia, me dieron una palmada en la espalda y se marcharon teniendo, seguramente, tema de conversación para el resto de la semana.

Momentos antes de salir, una mujer de la organización nos reúne y nos advierte que los primeros 25 kilómetros de montaña antes del desierto son extremadamente peligrosos, con una pista de piedras sueltas con apenas tres metros de ancho y con precipicios de más de 100 metros de caída libre. ¡Vaya fin de fiesta que nos habían preparado! Siguiendo las palabras de Emilio en las que me aconsejaba "ir andando si es preciso", afronté las montañas con la única intención de no caerme. Pero "el hombre propone y Dios dispone", y cuando estoy rodeado de precipicios dignos de una película de terror, el gas empieza a engancharse, y las situaciones de angustia se van repitiendo. Me detuve varias veces para comprobar si era culpa de la campana, pero no estaba ahí el problema, y como no podía demorarme mucho, decidí terminar ese tramo a base de no sacar el dedo pulgar de la mano derecha del botón de paro y la mano izquierda del embrague. El cable terminó rompiéndose cuando ya estaba entrando en el desierto. Cambiarlo representó una carrera contra reloj pues los coches me alcanzaron y las nubes de polvo y piedras que dejaban a su paso impregnaban todos los rincones del carburador haciendo imposible meter la campana. Un piloto francés se detuvo para ayudarme pidiéndome a cambio "El ir juntos toda la etapa,pues existen muchos kilómetros de desierto en los que no se nos ha dado ningún tipo de indicación". Según la organización, era un tramo de "orientación". ¡Vaya día! Entre coche y coche intentamos limpiar el carburador y la campana, intentando protegerlos del polvo metiéndolos dentro de los barbours. y escondiéndonos tras las motos para evitar las piedras que nos lanzaban sus ruedas. Una vez montado nos internamos en el desierto. Tras varias horas de marcha llegamos a un punto en que sólo se divisaba arena, arena y más arena, sin una sola huella, y con tan solo una cordillera pequeñísima hacia el Este. Nos detuvimos y el francés sacó la brújula diciendo timidamente que debíamos ir hacia el Norte. Pero yo no lo ví muy claro, porque hacia el Norte no se veía más que arena. Le dije que yo me iba hacia las montañas y él me aseguró que "en el desierto la perspectiva de las distancias son irreales", por lo que aquellas diminutas montañas podrían estar a más de 300 kilómetros de distancia y no llevábamos gasolina suficiente. Puede que tuviera razón, pero no me fiaba del buen uso que le pudiera haber dado a su brújula, por lo que decidimos separarnos, y cada cual seguir el camino que le marcaba su criterio. Sin embargo, cuando había recorrido 100 metros me giré y vi que él me seguía. Saludándome con una sonrisa me dijo: "Siempre es mejor perderse dos que uno, ¿no te parece?"

Los dos habíamos acertado con la ruta, pues luego encontramos una pista que nos condujo al final de la etapa, no sin antes haber encontrado lluvia (hacía un año que no llovía por aquellos parajes) y luego una tormenta de arena que nos dejó rebozados como una croqueta.

El "rallye" se había terminado; ese infierno de arena y rocas se había apagado al fin. Habían sido seis días, durante los cuales la acumulación de experiencias había sido tan intensa que nos daba a todos la impresión de haber durado meses. Aprendimos a valorar la amistad, a sentirse solo, a saborear el amargo sabor del miedo. Pero ya todo había terminado y, mientras en el barco "Habib", que nos llevaba a Marsella, Emilio y Jorge dormían más de 20 horas seguidas para rehacerse del cansancio, yo hice un balance general de lo que había sido esta aventura, dándome cuenta de que le debía mucho a muchos, empezando por Ossa, que me hicieron una moto (que demostró estar entre las mejores del "rallye") no exigiéndome nada a cambio, hasta haber descubierto el valor de dos grandes amigos que fueron Jorge y Emilio, quienes se han convertido desde entonces en dos hermanos para mí, y pasando por aquéllos que sin el menor interés comercial me ayudaron economicamente en un momento muy difícil para todos. AGV, Control 94-Bel Ray, Betor, Pirelli y Solo Moto, a través de Jaime Alguersuari, quien a pesar de no agradarle la idea por lo arriesgada, siempre me ha comprendido y "quemó" unos cartuchos con firmas comerciales que tal vez le hubiera podido hacer falta a la revista en otro momento. A todos ellos, gracias, porque de ellos es el exito.

La noche antes de afrontar el último día, durante la cena, tanto Emilio como Jorge me dijeron: "Si quieres correr en otro "rallye" de este tipo no cuentes conmigo. Iría con cualquier otro que no fuera tan amigo mío como lo eres tú, porque las esperas en los controles de llegada se hacen interminables y el cerebro, al menor retraso tuyo, se ponía a funcionar dramaticamente. Si regreso será con alguien que me importe poco si le pasa algo o no, pero contigo, nunca". Estas eran las palabras de dos autenticos amigos míos, agotados después de varios días de carera y 3.000 kilóometros. Pero tres días más tarde, en Barcelona, Emilio me telefoneaba y me decía: "Juan, ¿sabes que tengo delante mío?". No tenía la menor idea. "La ruta completa del Paris-Dakar".

-Pero, Emilio, si me dijiste que no querías volver a África.

-Sí, pero tú tienes la culpa de haberme convertido en uno de esos locos aventureros que son capaces de ir a padecer bajo el sol y jugarse el pellejo por nada. Cuenta conmigo.

Jorge respondió igual y yo me veía, tres días más tarde de haber salido de aquel infierno que fué Túnez, preparando presupuestos, buscando planos de las pistas de África y soñando ya en verme mordiendo arena sobre una Yankee 500 con escapes de bufanda, ruedas de tacos y suspensiones de cross. Porque quien ha estado en África no puede dejar de regresar.

Juan Porcar.
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El día que quisimos comernos el desierto

Éramos tres pajaritos que nos íbamos a comer el mundo al primer picotazo. Éramos dos pajaritos dentro del coche menos adecuado del Rallye de Túnez y un gorrión que estaba subido en una de las motos de menor cilindrada de la carrera. Así de sencillo y así de claro. Teníamos más valor que todos los solomoteros junto, más cara que José María Íñigo, más corazón que Guillermo Tell, más moral que Josep Lluis Nuñez (que cree que el Barça todavía puede ganar la Liga), más amor a la aventura que Ángel Cristo a sus leones, más fé en nuestras posibilidades que Jaime Alguersuari en los chavales del "Criterium". Éramos tres pajaritos que nos íbamos a comer el mundo al primer picotazo. Pero nos cegamos.

No quisimos darnos cuenta de que el mundo que queríamos comernos de un solo picotazo era grande como todo Túnez, lleno de piedras y arena, con gentes que te saludaban con la mano izquierda mientras lanzaban una pedrada con la derecha, rodeados de "águilas" que con sus Yamaha XT 500 te pasaban a 140 km/h y te despertaban de un maravilloso sueño. Nos cegamos. Hasta que a las nueve de la noche del jueves 23 de octubre (no se me olvidará en la vida) nos fundimos en un abrazo, mi cabeza contra el casco de Juan y la de Juan contra la de Jorge, después de llevar seis horas esperando la lucecita milagrosa de la Ossa que señalase la llegada de "el español" y el fin de una tarde infernal, donde Juan "voló" cuatro veces por los aires. Aquel infierno, aquel ir y venir pisoteando mil veces las mismas piedras, preguntando a los que llegaban si habían visto al número 10, "sí, hombre, el español, ¡el de la Ossa", repitiendo una y mil veces las mismas preguntas: "¿Está en pana? ¿Se ha caído? ¿Sabes algo de él?". Nos cegamos, íbamos a comernos el mundo de un picotazo y por poco nos estrellamos nada más levantar el vuelo.

"Si sale bien, tíos, la París-Dakar", decía Juan antes de volar hacia el infierno del desierto. Jorge sufría por el coche, por llegar al final de cada tramo cronometrado con tiempo suficiente por si "el español" necesitaba ayuda, y yo pensaba que había que acabar, como fuera, pero acabar, porque habíamos ido a Túnez a correr, mirar, oir y aprender, para después contarlo. Y allí estábamos. Un mecánico, hijo de familia numerosa ("¿que sois seis hermanos?, eso no es nada, tío, OCHO, tío, OCHO, nosotros somos OCHO"), que "farda" de Laverda 1200 ("la Aniversario, tío, la Aniversario, ésa de las que solo hay 300 en todo el mundo"), que se pone las botas comiendo ("en 'La bota del recó' es demasié, tío"), que baila como nadie ("ahora me han puteado porque han cerrado 'La Seca', pero me queda 'La Paloma'") y que se ha pasado media vida al lado de un "loco", Juan Porcar, a quien quierre como amigo y como piloto. Este mecánico todo corazón ("tengo miedo, porque Juan confía en mí y yo no puedo fallarle: la moto no puede romperse"), se tragó más de 3.000 km conduciendo, mientras yo hacía fotos, llevaba las cuentas, me aclaraba con los mapas y pedía calma.

Sí, sí, calma, porque ahora que estamos solos puedo confesaros la verdad de todo: Juan quería ganar el I Rallye de Túnez y Jorge soñaba con conducir por aquellos caminos un Renault 5 alto de suspensión, forrado con barras de seguridad, equipado con un motor Maseratti y con otras cuatro ruedas en el techo "para que cuando dé la vuelta pueda seguir conduciendo a 140 hasta que encuentre un peralte idóneo para volverlo a poner derecho". Éstos fueron mis compañeros de viaje, de aventura, de infierno, de desierto, de alegrías. A Juan logré convencerlo el jueves por la noche de que teníamos que terminar, de que allí estaban los mejores pilotos de la especialidad y las mejores máquinas del mundo y que tres pajaritos recién llegados al desierto no podían comerse toda la arena de golpe. ¿Jorge?, él ya sabía que el R-5 de Juan tenía "sólo" cuatro ruedas, una pesadísima baca sobre su techo, nada de barras antivuelco, un motor que aguantaba como un jabato y que si volcábamos en el primer peralte nos íbamos él y sus herramientas, mis máquinas y yo al otro mundo.

En medio de un país donde la gente va en vaca, burro, camello, bicicleta, Mobylette o carromato, allí estábamos tres pajaritos dispuestos a acabar un rally que a más de uno le ha costado un brazo roto, un maxilar fracturado, tres días de inconsciencia, cuarenta y ocho interminables horas perdido por el desierto o, en el mejor de los casos, tres millones de pesetas enterrados en una inmensa grieta donde cabe perfectamente un lujosísismo y "especial" Range Rover con la carrocería negro y oro y los cristales de color verde esperanza.

Llegamos, salimos a ganar, nos dimos cuatro tortazos (los revolcones de Juan eran también volteretas nuestras), nos abrazamos, nos conjuramos para acabar y acabamos. Por eso estamos ahora contándolo todo a quienes más se lo merecen: a vosotros y a los que le tendieron su mano a Juan. Sólo por eso ha valido la pena pasar miedo, sentir la sensación de que estás perdido en un camino de carro sin nada ni nadie en cien kilómetros a la redonda, no saber si Juan llegará bien, mal o peor, no saber si esa maravillosa máquina que hicieron los chavales de Ossa y mantuvo Jorge, terminará diciendo algo así como "lo siento, pero una también tiene su corazoncito y ya no aguanto más".

Ha sido muy duro, tan duro como para desear que fuera un sueño. Soñé que un día, cenando con Juan, le comentaba "Oye, Juan, porqué no nos inscribimos en un rally africano y luego se lo contamos a los 'solomoteros'. ¡Seguro que a Jaime le gusta la idea!". Pero no, no fué un sueño, ni la iniciativa fué mía. El corazón de Juan palpitó la aventura, su cerebro la diseñó, sus manos la construyeron, sus piernas la han soportado y muchos amigos le ayudaron a consumarla. May, su mujer, la padeció. Jaime, su "otro padre", le ayudó- Todos pusieron su granito de arena. Y eso fué lo malo, que de pronto los tres pajaritos nos vimos rodeados de desierto.

Es el momento de sincerarse y de reconocer que cuando Juan me propuso la "excursión" a Túnez le dije que "sí" pensando que todavía quedaba mucho tiempo para afrontar la aventura y el peligro. Este tío es irrompible y hoy le doy las gracias porque en un momento importante de su vida se acordó de mí. Por este tío yo volvería a comerme las uñas durante seis horas, a tragar polvo, a esquivar pedradas, a soportar calor, a perseguir agua embotellada, a inventarme la esperanza cuando te quedas solo al final de un camino. Y volvería a llorar.

Emilio Pérez de Rozas.

Solo Moto 1980.
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